Juan Cano Pereira
es un encuentro fortuito que se quedó para siempre.
Ya sé que la palabra “siempre” suele tener en algunas
esquinas pequeños desgarros por los que se va deshilachando la labor del
encuentro, cuando los encuentros son solamente fortuitos sin vocación de eternidad.
Por eso, bueno será pararnos a pensar en qué
clase de encuentro estamos manejando.
Hay encuentros laboriosos como los
del filtiré, o los de la inquietante vainica ciega, que me enseñaron a hacer cuando lo nuestro -lo de las niñas digo-
eran las labores del hogar, que yo me empeñé en desaprender cuando caí en la
cuenta de que lo del hogar me robaba demasiado tiempo del que yo quería emplear
extramuros con mi hombre en saltar ríos, subir montañas, motar a pelo en la
borriquilla o besarnos sin lengua detrás de las tapias.
Esos “encuentros/labor” suelen desgastar y desgastarse porque las agujas pinchan siempre estén o no bien enhebradas.
Y abren huecos en el tejido; abismos bien cosidos y mejor rematados que ya no se pueden remendar.
Hay encuentros forzosos, como los de los confesionarios, donde se sabe que,
digas lo que digas, la cosa acabará en penitencia. Esos encuentros no serían
tan “penitenciosos” si no fuera por lo de la reiteración; porque aquí, y entre
nosotros, por los tiempos ya lejanos de aquellos encuentros penitenciales, nunca recuerdo haber tenido verdadero propósito
de enmienda habiendo como había tantísima tentación inventada por quien se
inventó mi propia vida. Y no le iba yo a hacer el feo a semejante Divino Artesano
de desaprovechar lo que tan generosamente me había dado para disfrute de cuerpo
y de alma arrepitiéndome en mi body de su bendita obra.
Hay
encuentros de quita y pon, corteses como un estornudo reprimido, como una conversación mantenida conectando la lengua cuando el cerebro está desconectado o como una indisposición pasajera, resueltos
apenas en un apretón de manos del que se queda colgando la confortable seguridad
de lo efímero.
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Castillo de Bélmez |
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Hay encuentros de
viejendades en las que nos obstinamos torpemente en
no reconocernos, y encuentros que vienen empujando
de insultante juventud a la que ya no
podemos volver (a Dios gracias).
Pero a mí me emocionan muy especialmente los encuentros fortuitos que se quedan para siempre, que, como el de Juan Cano Pereira, aparecen en nuestros paisajes por peripecias
tan casuales que jamás hubiésemos imaginado: un viaje impensado de última hora,
una coincidencia en el balcón de un guateque donde nadie nos saca a bailar, un
cruce de caminos que antes no estaba…
…Un libro escrito, dibujado y fotografiado por muchas y muy variadas manos,
en cuyas páginas coinciden historias inéditas y nombres nuevos a los que difícilmente se les pone rostro
hasta que no llega el primer encuentro…
Entonces, en torno a ese libro eventual, se multiplican los
actos, los saludos, los cruces, las coincidencias; y la eterna calidez de los brazos; y el abrazo final, que una piensa siempre
que será el último. Y para retener el
tiempo y desanublar soledades, se prolonga unos segundos más de lo pensado esa emocionada
cercanía del beso duplicado en la mejilla, socialmente bendecida.
Si luego se quiere alardear de “autor de libro” que nos convocó al abrazo,
escribimos desde el exhibicionismo presuntuoso alguna reseña que halaga nuestra
vanidad y alaga nuestro encierro.
Si lo que se quiere es alargar a solas lo del no
quedarnos solos,
escribimos sobre la fibra más sensible del recuerdo.
Entonces alguien -en este caso Juan Cano Pereira, coautor del
libro <SIERRA MÁGINA Territorio Literario>- va y nos lee.
Y, a continuación, va y comenta lo que nosotros hemos
escrito.
Y va y nos descompone el lagrimal cuando dice:
“Por cierto, mientras te leía he sentido ese cuento a
medias nuestro, que es un abrazo que durante un instante eternizamos en
nuestras mejillas”.
Y una se va al cuarto de baño de un
domingo sin maquillaje y busca la huella de esa eternización de mejillas unidas
por un instante.
¡Y no está allí!
Porque lo de la proximidad de las
mejillas fue un simple presagio de la verdadera eternidad que nos alaga sin
halagarnos: la que nos sobrevivirá a todos los autores de ese libro aún después
de que la vida ejerza sobre nosotros su programada obsolescencia.
“…se pondrá el tiempo amarillo/ sobre las
fotografías” -que diría Miguel Hernández. Pero
nuestro encuentro fortuito en ese libro mágico que es <SIERRA MÁGINA
Territorio Literario> se quedará para siempre escrito, y deambulará conmovedor
por las noches de todas las bibliotecas donde haya un ejemplar del mismo rondando
las huellas de sus autores.
Y todos los que en él
dejamos una historia de lo nuestro, como Juan Cano Pereira, seremos ante los ojos de
quienes nos lean encuentros fortuitos que nos quedamos para siempre entre las
amorosas páginas de un libro.
En “CasaChina”. En un 26 de Noviembre de 2017